Bruce Nauman, Indiana,1941.



domingo, 4 de mayo de 2014

"UNA VISIÓN DEL MUNDO" de John CHEEVER







La biografía  literaria de John Cheever se inicia con una leyenda: la expulsión del colegio de secundaria, -como un Holden Caulfield  avant la lettre- por confusos motivos, tal vez fumar...aunque no está claro. Con ello terminó su vida académica  y comenzó un aprendizaje de autodidacta del que se sentía orgulloso; también fue el inició de su vida literaria con el relato The Expelled (Expulsado), basado en los hechos y publicado en The New Republic en 1930.Pero su vida de narrador había empezado antes . Lo cuenta en la entrevista que le hizo The Paris Review en 1976:
"Solía contar historias. Fui a una escuela permisiva llamada Thayerland. Me encantaba contar historias, y si todos hacíamos los cálculos aritméticos -era una escuela muy pequeña -sólo éramos dieciocho o diecinueve estudiantes-, la profesora prometía que yo contaría una historia. Contaba historias por entregas. Era muy astuto por mi parte porque sabía que si no acababa la historia al terminarse el tiempo, que era una hora, entonces todos querrían escuchar el final la siguiente vez."

En los relatos consigue  una precisión geométrica compuesta de ingenio , talento ,  lirismo oculto y el escepticismo de quien cree, como buen expelled, que todos los paraísos están perdidos y para siempre.Es el estilo que le hizo uno de los autores preferidos de  The  New Yorker, la revista que haría proverbial la calidad de sus colaboradores literarios y que fue la primera en publicar, entre otros,  a Nabokov en Estados Unidos.

En  la entrevista de  The Paris Review Cheveer declaraba  sobre su forma de escribir: "No trabajo con tramas. Trabajo con la intuición, la percepción, los sueños, los conceptos".
    


             
             UNA VISIÓN DEL MUNDO                  
                   
Escribo esto en otra casa al lado del mar, sobre una costa diferente. Las botellas de ginebra y de whisky han llenado de redondeles la mesa junto a la que estoy sentado. La luz es mortecina. En la pared hay una litografía en colores de un gatito con un sombrero floreado, vestido de seda y guantes blancos. El aire huele a moho, pero a mí me parece un olor agradable; reconfortante y sensual, como el agua de las sentinas o el del viento que viene del interior. La marea está alta, y el mar, bajo el acantilado, golpea tabiques y puertas y agita cadenas con tal violencia que la lámpara que tengo sobre la mesa se tambalea. Estoy solo, tratando de descansar después de una serie de acontecimientos que comenzaron un sábado por la tarde, mientras removía la tierra de mi jardín. Enterrada a cosa de medio metro de profundidad encontré una cajita redonda que podría haber contenido betún para los zapatos. conseguí abrirla con un cuchillo. Dentro había un pedazo de hule, y en su interior, una nota escrita en un trozo de papel pautado. Decía así:
Yo, Nils Jugstrum, juro que si no llego a ser miembro del club de campo de Gory Brook antes de cumplir los veinticinco años me ahorcaré.

   Veinte años antes aquella zona había sido tierra de labranza, e imaginé que el hijo de un granjero, viendo los campos de golf, había hecho aquella promesa y la había enterrado después. Me sentí conmovido, como me pasa siempre ante esos incompletos intentos de comunicación en los que damos rienda suelta a nuestros sentimientos más profundos. Era como si aquella nota, semejante a un impulso de amor romántico, me identificara más estrechamente con la tarde.
El cielo estaba azul y tenía una claridad musical. Yo acababa de cortar la hierba y el olor no se había desvanecido aún. Aquello me hizo pensar en los amplios horizontes de amor que se descubren cuando se es joven; en las promesas que se hacen en otros momentos. Al final de una carrera nos dejamos caer sobre la hierba junto a la pista de ceniza, jadeando, y el ardor con que abrazamos el césped del colegio encierra una promesa que habremos de mantener hasta el final de nuestros días., 
Mientras pensaba en cosas apacibles, me di cuenta de que las hormigas negras habían vencido a las rojas y estaban retirando los cadáveres del campo de batalla. Un petirrojo pasó volando, perseguido por dos grajos. El pato, junto al seto de grosellas, acechaba a un gorrión. Pasaron dos oropéndolas, picoteándose, y luego vi, a cosa de treinta centímetros de distancia de donde yo me encontraba, una víbora que estaba terminando de librarse de su oscura piel invernal. No sentía miedo, sino sobresalto por mi falta de preparación ante semejante posibilidad. Allí había un veneno mortífero, algo tan parte del universo como el agua que corría por el arroyo; pero hasta entonces no parecía haber encontrado cabida en  mis pensamientos. 
Volví a casa para coger la escopeta pero tuve la desgracia de tropezarme con uno de mis perros, la de más edad, a quien asustan las armas de fuego. Al ver la escopeta empezó a ladrar y a gemir, cruelmente dividida entre sus instintos y sus ansiedades. Sus ladridos atrajeron al otro perro, cazador por naturaleza, que bajó la escalera a saltos, dispuesto a rastrear un conejo o un pájaro. Y, seguido por los perros, uno ladrando alegremente, la otra horrorizada, volví al jardín al tiempo aún de ver cómo la víbora desaparecía entre las grietas de un muro de piedra.
   Después fui en coche hasta el pueblo, compré semillas para renovar el césped y a continuación me acerqué al supermercado de la carretera 27 para recoger unos brioches que había encargado mi mujer. Supongo que en los días que corren haría falta una cámara cinematográfica para dar idea del aspecto de un supermercado un sábado por la tarde. Nuestro idioma es un conjunto de tradiciones, el resultado de siglos de comunicación. Pero excepto de las pastas y de los pasteles, no había nada tradicional en el mostrador junto al que estuve esperando. Éramos seis o siete personas, detrás de un anciano que empuñaba una larga lista de comestibles, un auténtico rollo de pergamino. Mirando por encima del hombro, leí:
6 huevos
entremeses
   Me vio leer su documento y lo apretó contra el pecho, como un prudente jugador de cartas. De repente, la música de los altavoces pasó de una canción romántica a un chachachá, y la mujer que estaba a mi lado empezó a mover los hombros tímidamente y a dar unos pasos de danza.
   -¿Le gustaría bailar, señora? -le pregunté.
   Era una chica más bien fea, pero aceptó inmediatamente, y bailamos un par de minutos. Resultaba fácil darse cuenta de que le gustaba bailar, pero con una cara como la suya no debía de haber tenido demasiadas oportunidades. Después se sonrojó, se apartó de mi y se acercó a una vitrina, donde se dedicó a estudiar las tartas de crema. Sentí que habíamos dado un paso en la buena dirección, y cuando recogí los brioches y me puse en camino hacia casa estaba de excelente humor. 

                                                  
Un policía me detuvo en la esquina de Alewives Lane para que dejara pasar a un desfile. En primera posición venía una muchacha con botas altas y unos pantalones cortos que realzaban la perfección de sus muslos. Tenía una nariz enorme, llevaba un altísimo gorro de piel, y agitaba rítmicamente un bastón de aluminio. detrás venía otra muchacha, de muslos aún más perfectos y más amplios, que caminaba con la pelvis tan echada hacia adelante que su columna vertebral quedaba extrañamente curvada. Llevaba gafas bifocales y parecía que sacar la pelvis de aquella manera le molestaba mucho. Una banda formada por muchachos, con algún que otro ejecutante de cabellos grises, cerraba la comitiva, tocando The Ciassons Go Rolling Along. No llevaban banderas, ni parecían tener ningún propósito ni meta determinada, y todo resultaba terriblemente divertido. Fui riéndome durante el resto del camino hasta casa.
   Pero mi mujer estaba triste.
   -¿Qué te pasa, cariño? -le pregunté.
   -Nada; pero tengo otra vez la horrible impresión de ser un personaje en una comedia de televisión -dijo- .Quiero decir que soy una persona agradable, voy bien vestida, y mis hijos son guapos y simpáticos, pero me angustia la sensación de que sólo existo en blanco y negro, y de que cualquiera, con sólo usar el mando del televisor, puede hacerme desaparecer.
   A menudo mi mujer está triste porque su tristeza no es suficientemente intensa; se apena porque sus aflicciones no son insoportables. Se lamenta de que su pesar no sea lo bastante trágico, y cuando le digo que su pesar, por lo inadecuado de su pesar, puede significar un nuevo matiz en el espectro de las penas humanas, no se siente consolada.
Sí, es cierto que a veces pienso en dejarla. Podría prescindir de ella y de los niños sin demasiadas dificultades; podría pasar sin la compañía de mis amigos, pero no soy capaz de separarme de mi césped y de mi jardín; no puedo dejar las contraventanas del porche que yo mismo he reparado y pintado; no puedo renunciar al zigzagueante sendero de adoquines que yo mismo he construido entre la puerta lateral y la rosaleda; por eso, aunque mis cadenas estén hechas con grama y con pintura para interiores, me tendrán bien sujeto hasta el día de mi muerte.

                                                      
Pero en ese momento  agradecí a mi mujer lo que acababa de decir; le agradecí la afirmación de que las realidades más exteriores de su vida tenían la consistencia de los sueños. Las energías de la imaginación en libertad habían creado el supermercado, la víbora y la nota de la caja de betún. Comparados con estas cosas, mis ensueños más desaforados tenían la vulgaridad de las entradas dobles en un libro de contabilidad. Me agradaba pensar que nuestra vida normal tiene la consistencia de los sueños y que en nuestros sueños volvemos a encontrar las virtudes tradicionales. Al entrar en la casa me encontré a la asistenta fumando un cigarrillo egipcio que había robado y reconstruyendo las cartas rotas tiradas a la papelera.
   Aquella noche fuimos a cenar a Gory Brook. Consulté la lista de los socios para ver si encontraba algún Nils Jugstrum, pero no estaba allí, y me pregunté si se habría ahorcado. ¿Y con qué motivo? En el club de campo de Gory Brook todo seguía como siempre. Gracie Masters, la única hija de un empresario de pompas fúnebres con muchos millones, bailaba con Pinky Townsedd. Pinky estaba en libertad provisional., con una fianza de cincuenta mil dólares, acusado de manipular el mercado de valores.Cuando el juez fijó la fianza, Pinky se sacó los cincuenta mil dólares del bolsillo. Yo estuve bailando un rato con Millie Surcliffe. Las piezas que tocaba la orquesta eran Rain, Moonlight on the Ganges, When the red red robin comes bob bob bobbin'aleng, Five foot two, eyes of blue, Carolina in the morning y The Sheik of Araby. 
Parecía que estuviéramos bailando sobre la tumba de la cohesión social. Pero aunque la escena fuese decididamente revolucionaria, ¿dónde estaba el nuevo día, el mundo del futuro? Al reanudar su actuación la orquesta tocó Lena from Palesteena, I'm forever blowing bubbles, Lousville Lou, Samiles y The red robin una vez más. Esta última pieza nos hizo movernos de verdad, pero cuando la orquesta limpió la saliva de los instrumentos, comprobé que movían la cabeza con gestos de profunda desaprobación ante nuestras cabriolas. Millie volvió a su mesa, y yo me quedé de pie junto a la puerta, preguntándome por qué, cuando la gente abandona la pista de baile durante un descanso de la orquesta, mi corazón se acelera como cuando veo a los bañistas recoger sus cosas y abandonar la playa porque la sombra del acantilado se proyecta ya sobre el agua y la arena; preguntándome si mi corazón se acelera porque veo en ese apacible acto de marcharse las energías y el atolondramiento de la vida misma.
   El tiempo, me parece a mí, nos despoja brutalmente del privilegio de ser simples espectadores y, al final, la pareja que discute con voces destempladas en el vestíbulo del Grande Bretagne (de Atenas) en mal francés resultamos ser nosotros.Otras personas ocupan ahora nuestro sitio tras las palmeras enmacetadas, o en aquel tranquilo rincón del bar,y, al quedar al descubierto, buscamos inevitablemente a nuestro alrededor otras posibilidades de   observación. Lo que yo quería aislar no era, por tanto, una cadena de hechos, sino una esencia: algo así como esa indescifrable colisión de sucesos que puede llevar a la alegría o a la desesperación.Lo que yo quería conseguir que mis sueños, a pesar de la incoherencia del mundo, tuvieran legitimidad. Nada de esto influía, sin embargo sobre mi estado anímico, y bailé, bebí y conté chistes hasta la una, hora en que volvimos a casa.

                                                      
Encendí la televisión  y estaban dando un anuncio que, como muchas de las cosas que había visto aquel día, me pareció terriblemente divertido. Una joven, con acento de haberse educado en un internado, preguntaba:"¿Molesta usted al prójimo con el olor de las pieles húmedas? Una capa de martas cibelinas de cincuenta mil dólares, si se moja en un chaparrón, olerá peor que un perro de caza que ha estado persiguiendo a un zorro por un terreno pantanoso. Nada huele peor que un visón húmedo. Hasta una ligera niebla hace que las pieles de cordero, de zarigüeya, de civeta, de marte, y otras menos costosas y útiles huelan tan mal como una jaula de leones mal ventilada. Evítese malos ratos y preocupaciones con ligeras aplicaciones de Elixircol antes de usar sus pieles..."Aquella presentadora pertenecía al mundo de los sueños, y así se lo dije antes de apagar el televisor. Me quedé dormido a la luz de la luna y soñé con una isla. 
 Me acompañaban algunos hombres más, y parecía que habíamos llegado hasta allí en un barco de vela. Recuerdo el color bronceado de nuestra piel y que, al tocarme la mandíbula, advertí la presencia de una barba de tres o cuatro días.Estábamos en una isla del Pacífico. En la atmósfera había un olor a aceite rancio de cocinar, señal de que se trataba de la costa de China. Habíamos desembarcado a media tarde, y no parecía que tuviéramos muchas cosas que hacer. Vagabundeamos por las calles. Debía de haber habido tropas de ocupación o una base militar, porque muchos de los rótulos de los escaparates estaban escritos en algo que se asemejaba al inglés: "Ze corta pelo zepillo", rezaba un cartel en una barbería oriental. En muchas de las tiendas se veían imitaciones de whisky norteamericano, escrito con una curiosa ortografía: "Whiskky". 
Como no teníamos nada mejor que hacer, visitamos el museo local. Había arcos, anzuelos primitivos, máscaras y tambores. Al salir del museo entramos en un restaurante y pedimos de comer.Yo tenía dificultades con el idioma, pero me sorprendió descubrir que se trataba de dificultades muy concretas. Parecía como si lo hubiese estudiado antes de desembarcar. Recordé con toda claridad que había sido capaz de construir una frase completa cuando el camarero se acercó a nuestra mesa: "Porpozec ciebie nie prosze dorzanin albo zyolpocz ciwego", dije.El camarero sonrió y me felicitó y, cuando desperté, las palabras de aquel idioma hicieron que la isla soleada, su población  y su museo fueran algo real, vivo y permanente. Recordé con añoranza a sus tranquilos y cordiales nativos y el pausado ritmo de sus vidas.

                                                       

   El domingo transcurrió agradable y velozmente en una sucesión de fiestas, pero por la noche tuve otro sueño. Me hallaba en Nantucket, de pie junto al ventanal del dormitorio de la casa que hemos alquilado algunas veces.Estaba mirando hacia el sur, siguiendo la agradable curva de la playa. He visto playas mejores, más hermosas y más blancas, pero cuando tengo delante su arena amarilla y su curva peculiar, siempre me parece que si  contemplo la ensenada el tiempo suficiente acabará por revelarme algo. 
Había abundantes nubes en el cielo. El agua tenía un color grisacio. Era domingo, aunque no sabría decir cómo llegué a averiguarlo. Era tarde y oía un agradable ruido de platos que me llegaba desde el hotel, donde las familias disfrutaban con sus cenas dominicales en el viejo comedor de tablas machihembradas. Entonces vi una figura solitaria que atravesaba la playa. Parecía un sacerdote o un obispo. Llevaba báculo, mitra, capa pluvial, casulla, alba y sotana, como para celebrar una misa de pontifical. Sus ornamentos estaban ricamente bordados en oro, y de vez en cuando la brisa del mar los agitaba. Tenía el rostro totalmente afeitado. No se distinguían sus facciones a la escasa luz del atardecer. Me vio apoyado en la ventana, alzó la mano y me llamó:"Porpozec ciebie nie prosze dorzanin albo zyolpocz ciwego". Después apresuró el paso apoyándose sobre el báculo como si fuera un bastón, aunque sus pesados ornamentos no le permitieran avanzar demasiado de prisa. Cruzó frente a la ventana donde yo estaba y luego desapareció donde la curva del promontorio ocultaba la curva de la playa.
   Trabajé el lunes, y el martes a las cuatro de la mañana me desperté de un sueño en el que había estado jugando al fútbol americano y ganaba mi equipo. El marcador señalaba dieciocho a seis. Era un partido de domingo por la tarde, entre aficionados, en el jardín de alguien. Nuestras mujeres y nuestras hijas nos estaban mirando desde los laterales del del campo, donde había mesas, sillas y bebidas. La jugada de la victoria fue una carrera muy larga, y cuando marcamos el tanto, una chica rubia y alta llamada Helen Farmer se levantó y organizó una especie de coro para animarnos. 
           -Ra,ra,ra- decían-. " Porpozec ciebie nie prosze dorzanin albo zyolpocz ciwego."                    Ra,ra,ra.
                      Nada de eso me desconcertó. En cierta manera era lo que yo había querido. ¿No es el ansia de descubrir lo que hace invencible al hombre? La repetición de aquella frase tenía para mi todo el atractivo de un descubrimiento. El hecho de que yo jugara con el equipo vencedor hizo que me sintiera feliz y bajé a desayunar lleno de optimismo; pero nuestra cocina , desgraciadamente, también forma parte del país de los sueños. Con sus paredes lavables de color rosa, sus luces frías, su televisor empotrado (estaban diciendo unas oraciones) y sus plantas artificiales en macetas, hizo que sintiera nostalgia de mi sueño, y cuando mi mujer me ofreció el estilete y el blog mágico en el que apuntamos lo que queremos de desayuno, escribí:  " Porpozec ciebie nie prosze dorzanin albo zyolpocz ciwego." Ella se echó a reír y me preguntó qué significaba. Cuando repetí la misma frase -aquello parecía ser, en realidad, la única cosa que deseaba decir- empezó a llorar y me di cuenta, al observar la amargura de sus lágrimas, que me vendría bien una temporada de descanso. El doctor Howland me administró un sedante, y después de comer tomé el avión para Florida.      
                                                        
   Ahora ya es tarde. Bebo un vaso de leche y tomo una píldora para dormir. Sueño que veo una hermosa mujer arrodillada en un campo de trigo. Sus cabellos de color castaño claro son abundantes y su falda, amplia. Parece una ropa pasada de moda -una ropa de antes de mi época-,  y me pregunto cómo puedo conocer y sentir tanta ternura por una mujer vestida con ropa que podría haber usado mi abuela. Y sin embargo parece real, más real que Tamiami Trail, seis kilómetros al este, con sus Smorgoramas y sus puestos de Giganticburger; más real que las callejuelas de Sarasota. No le pregunto quién es. Sé lo que dirá. Pero ella sonríe y empieza a hablar antes de que pueda marcharme:" Porpozec ciebie...",comienza. 
En ese momento o bien me despierto desesperado, o me despierta el ruido de la lluvia sobre las palmeras. Pienso en los campesinos que, al oír la lluvia, estirarán los brazos doloridos y sonreirán, pensando en el agua que se derrama sobre sus lechugas y sus coles, su cebada y su avena, sus chirivías y su maíz. Pienso en los fontaneros que, al despertarlos la lluvia, sonreirán ante una visión del mundo en el que ya no queden desagües  atascados. Desagües en ángulo recto, desagües retorcidos, desagües sofocados por las raíces y llenos de orín, todos gorgotean y descargan sus aguas en el mar.
Pienso en que la lluvia despertará a alguna anciana que se pregunte si ha olvidado en el jardín su ejemplar de Dombey e hijo. ¿Quizá el chal? ¿Se acordó de tapar las sillas? Y sé que ruido de la lluvia despertará a alguna pareja de amantes y que ese ruido les parecerá parte de la fuerza que los ha arrojado al uno en brazos del otro. Entonces me incorporo en la cama y exclamo en voz alta, hablando conmigo mismo: "¡Valor! ¡Amor! ¡Virtud! ¡Compasión! ¡Esplendor! ¡Amabilidad! ¡Prudencia! ¡Belleza!" Las palabras parecen tener el color de la tierra, y mientras las recito siento que crece mi esperanza hasta quedar satisfecho y en paz con la noche.

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John CHEEVER, Relatos 2, Emecé 2001 (traducción jaime zulaica)


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