Bruce Nauman, Indiana,1941.



lunes, 1 de junio de 2015

"Los buques suicidantes" / Horacio Quiroga




"I.-Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo,"
es el primer mandamiento del Decálago del perfecto cuentista del  uruguayo Horacio Quiroga  (Salto,1878-Buenos Aires, 1937 ),  uno de los  maestros  del relato breve en español.El conocido  Decálogo deja patente   cómo  Quiroga afinaba  escritura y pensamiento  para conseguir esa perfección,   poniendo, por ejemplo,  el acento   en el potencial  expresivo  del sustantivo :
"VII.-No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo." 
Aunque entre  los maestros en los que haya que creer ciegamente   olvide citar  a Conrad, el escritor de origen polaco es una  referencia  en Los buques suicidantes  y parece evocarle  no sólo por  el tema  relacionado con el mar sino también  por la emoción oculta que atraviesa la narración y da al  relato  misterio y densidad.

                                Roberto Castellanos (Montevideo 1871-1942)





LOS BUQUES SUICIDANTES 



Resulta que hay cosas más terribles que encontrar en el mar un buque abandonado.Si de día el peligro es menor, de noche el buque no se ve ni hay advertencia posible: el choque se lleva a uno y otro.

Estos buques abandonados por a o por b, navegan obstinadamente a favor de las corrientes o del viento si tienen las velas desplegadas. Recorren así los mares, cambiando caprichosamente de rumbo.

No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su cuenta. Siempre hay probabilidades de hallarlos a cada minuto. Por ventura, las corrientes suelen enredarlos en los mares de sargazo. Los buques se detiene, por fin, aquí o allá, inmóviles para siempre en ese desierto de algas. así hasta que poco a poco se van deshaciendo. Pero otros llegan cada día, ocupan su lugar en silencio, de modo que el tranquilo y lúgubre puerto siempre está frecuentado.

El principal motivo de estos abandonos de buque son, sin duda, las tempestades y los incendios, que dejan a la deriva negros esqueletos errantes. pero hay otras causas singulares entre las que se puede incluir lo acaecido al María Margarita, que zarpó de Nueva York el 24 de agosto de 1903, y que el 26 de mañana se puso al habla con una corbeta, sin acusar novedad alguna.Cuatro horas más tarde, un paquete, no obteniendo respuesta, desprendió una chalupa que abordó al María Margarita. En el buque no había nadie. Las camisetas de los marineros se secaban a proa. La cocina estaba prendida aún. Una máquina de coser tenía la aguja suspendida sobre la costura, como si hubiera sido dejada un momento antes. No había la menor señal de lucha ni de pánico; todo en perfecto orden. Y faltaban todos. ¿Qué pasó?

La noche que aprendí esto estábamos reunidos en el puente. Íbamos a Europa, y el capitán nos contaba su historia marina, perfectamente cierta, por otro lado.

La concurrencia femenina, ganada por la sugestión del oleaje susurrante, oía estremecida. Las chicas, nerviosas, prestaban sin querer inquieto oído a la ronca voz de los marineros en proa. Una señora muy joven y recién casada se atrevió:
-¿No serán águilas?...
El capitán sonrió bondadosamente:
-¿Qué, señora? ¿Águilas que se lleven a la tripulación?
Todos se rieron, y la joven hizo lo mismo, un poco cortada.
Felizmente un pasajero sabía algo de eso. Lo miramos curiosamente. Durante el viaje había sido un excelente compañero, admirando por su cuenta y riesgo, y hablando poco.
-¡Ah!¡Si nos contara, señor!-suplicó la joven de las águilas.
-No tengo inconveniente -asintió el discreto individuo-. En dos palabras:En los mares del Norte, como el María Margarita del capitán, encontramos una vez un barco a vela. Nuestro rumbo -viajábamos también a vela- nos llevó casi a su lado.El singular aire de abandono llamó nuestra atención, y disminuimos la marcha, observándolo. Al fin desprendimos una chalupa; a bordo no se halló a nadie, y todo estaba también en perfecto orden. Pero la última anotación del diario databa de cuatro días atrás, de modo que no sentimos mayor impresión. Aún nos reíamos un poco de las famosas desapariciones súbitas.

Ocho de nuestros hombres quedaron a bordo para el gobierno del nuevo buque. Viajaríamos de conserva. Al anochecer, aquel nos tomó un poco de camino. Al día siguiente lo alcanzamos, pero no vimos a nadie sobre el puente. Desprendiose de nuevo la chalupa y los que fueron recorrieron en vano el buque: todos habían desaparecido. El mar estaba absolutamente terso en toda su extensión. En la cocina hervía aún una olla con papas.

Como ustedes comprenderán, el terror supersticioso de nuestra gente llegó a su colmo. A la larga, seis se animaron a llenar el vacío, y yo fui con ellos. Apenas a bordo, mis nuevos compañeros se decidieron a beber para desterrar toda preocupación. Estaban sentados en rueda, y a la hora la mayoría cantaba ya.

Llegó el mediodía y pasó la siesta. A las cuatro la brisa cesó y las velas cayeron.Un marinero se acercó a la borda y miró el mar aceitoso. Todos se habían levantado, paseándose, sin ganas ya de hablar. Uno se sentó en un cabo arrollado y se sacó la camiseta para para remendarla. Cosió un rato en silencio. De pronto se levantó y lanzó un largo silbido.

Sus compañeros se volvieron. Él los miró vagamente, sorprendido también, y se sentó de nuevo. Un momento después dejó la camiseta en el rollo, avanzó a la borda  y se tiró al agua.Al sentir el ruido, los otros dieron vuelta la cabeza, con ceño ligeramente fruncido.

Pero en seguida parecieron olvidarse del incidente, volvieron a la apatía común.
Al rato otro se desperezó, restregose los ojos caminando, y se tiró al agua. Pasó media hora; el sol iba cayendo. Sentí de pronto que me tocaban en el hombro.
-¿Qué hora es?
-Las cinco- respondí.
El viejo marinero que me había hecho la pregunta me miró desconfiado, con las manos en los bolsillos. Miró largo rato mi pantalón, distraído. Al fin se tiró al agua.

Los tres que quedaron se acercaron rápidamente y observaron el remolino.Se sentaron en la borda, silbando despacio, con la vista perdida a lo lejos. Uno se bajó y se tendió en el puente, cansado. Los otros desaparecieron uno tras otro. A las seis, el último de todos se levantó, se compuso la ropa, apartose el pelo de la frente, caminó con sueño aún, y se tiró al agua.

Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar desierto. Todos, sin saber lo que hacían, se habían arrojado al mar, envueltos en el sonambulismo morboso que flotaba en el buque. Cuando uno se tiraba al agua, los otros se volvían momentáneamente preocupados, como si recordaran algo, para olvidarse enseguida.

Así habían desaparecido todos, y supongo que lo mismo los del día anterior, y los otros y los de los demás buques. Eso es todo.

Nos quedamos mirando al raro hombre con explicable curiosidad.
-¿Y usted no sintió nada? -le preguntó mi vecino de camarote.
-Sí; un gran desgano y obstinación de las mismas ideas; pero nada más.No sé por qué no sentí nada más. Presumo que el motivo era este: en vez de agotarme en una defensa  angustiosa y a toda costa  contra lo que sentía, como deben de haber hecho todos, y aún los marineros sin darse cuenta, acepté sencillamente esa muerte hipnótica, como si estuviese anulado ya. Algo muy semejante ha pasado, sin duda, a los centinelas de aquella guardia célebre, que noche a noche se ahorcaban.

Como el comentario era bastante complicado, nadie respondió. poco después el narrador se retiraba a su camarote. El capitán lo siguió un rato de reojo.
-¡Farsante! -murmuró.
-Al contrario, dijo un pasajero enfermo que iba a morir a su tierra-. Si fuera farsante no habría dejado de pensar en eso y se hubiera tirado también al agua.   


Horacio Quiroga, De los perseguidos, de amor, de locura y de muerte, Aguilar, 1989